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“Más allá de las caras pintadas: reconectando con el espíritu del Día de Muertos”



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Oaxaca durante el Día de Muertos es un caos envuelto en color. Las calles se llenan de turistas, los desfiles bloquean las avenidas y la ciudad vibra con una energía tan hermosa como agotadora. Este año me descubrí más abrumada que encantada. Entre el tráfico interminable, el sonido constante de las bandas que pasan y esta nueva ola de caras pintadas, coronas de flores y desfiles al estilo de la película de James Bond, todo parecía más un espectáculo que un acto de espíritu. No pude evitar sentir que algo sagrado se estaba perdiendo.



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Yo crecí con el Día de Muertos como algo íntimo — noches tranquilas dedicadas a montar el altar, compartir historias y encender velas para los que estuvieron antes que nosotros. De niña, mi altar era pequeño, y las únicas almas queridas que esperaba recordar eran mis mascotas. La primera fue mi gata Garincha, llamada así por el famoso futbolista. Después vinieron otros, cada uno amado y extrañado a su manera.

Solía imaginar que encontraban el camino de regreso a casa guiados por el aroma del cempasúchil, con sus patitas suaves caminando en la oscuridad para venir a visitarnos. Esa ilusión —la idea de que podrían volver, aunque fuera por una sola noche— se sentía un poco como la magia de Santa Claus. Me iba a dormir llena de esperanza, imaginando que al despertar habría alguna prueba de que realmente habían venido. Mis padres, sabiendo cuánta ilusión me hacía aquello, vaciaban los platos y las tazas que les dejábamos, para que al levantarme encontrara señales de que los espíritus visitantes habían comido y bebido lo que habíamos preparado para ellos. Esos pequeños gestos hacían que la noche se sintiera real —como si la frontera entre los mundos se hubiera abierto de verdad para nosotros.

Así crecí pensando en el Día de Muertos: una noche especial en la que aquellos a quienes amamos regresan, invisibles pero cerca, guiados por la luz de las velas, las flores y la memoria.

Pero este año, mientras mis hoteles se llenaban, llegaban amigos y el trabajo se acumulaba, me dije a mí misma que simplemente no tenía tiempo. Tal vez, pensé, este año no pondría el altar. Quizás estaba bien brincárselo una vez.

Entonces mi hijo me miró y dijo, casi indignado: “No podemos no poner el altar.” Algo en la forma en que lo dijo me detuvo. Así que fuimos juntos al mercado —esquivando multitudes, pasando entre montones de cempasúchil, calaveras de azúcar y pan recién hecho. Elegimos las flores con el aroma más intenso, compramos velas, copal y algunas de las cosas favoritas de mis abuelos. De regreso en casa, pusimos música y comenzamos a montar todo.

En algún momento, entre acomodar las flores y encender la primera vela, el caos de afuera empezó a desvanecerse. Todo volvió a tener sentido. Recordé por qué hacemos esto —no solo por tradición, sino por amor, por memoria, por ese hilo invisible que nos une con quienes ya no están y por el tiempo precioso que compartimos con quienes montamos el altar.



Bowie en el altar
Bowie en el altar

Unos días antes, me entrevistó Esben Daalgard para un documental en el que está trabajando, llamado “My Friend Death?”. Es una reflexión sobre si podemos —o no— llegar a ser amigos de la muerte. Las preguntas que me hizo me llevaron a profundizar en mis propias creencias —en lo personal que es realmente esta tradición y en lo diferente que vemos la muerte en México. Para nosotros, no es solo un final; es otra forma de presencia. Nuestros altares no son santuarios de tristeza, sino de bienvenida. No tememos a los muertos —los invitamos a casa.

Ahora, con los años, mi altar ha crecido. Sigo dejando un espacio para Garincha y mis otros compañeros mascotas, como Bowie, mi perro —¿alguien se acuerda de Bowie?— pero también doy la bienvenida a mis abuelos, a mi primo favorito Chris, a Manolo, el tío más cool de todos, y a Doug, mi querido segundo ¨padre¨ durante mis años en California. Cada noviembre enciendo las velas por ellos e imagino que llegan juntos, riendo, brindando, llenando el cuarto de historias y calidez.

Esa noche, cuando me senté frente al altar ya terminado, rodeada por el aroma del cempasúchil, el chocolate y el mezcal, sentí esa calidez familiar que me transporta a mi infancia.

Otro Día de Muertos ha pasado en Oaxaca. Los desfiles terminaron, los turistas se fueron y las flores de cempasúchil comienzan a marchitarse. Pero la esencia permanece —en el aroma de las flores, en las historias que contamos y en la forma en que mi hijo me recordó lo que realmente importa. No importa cuánto evolucione o se transforme la celebración, ésta siempre será mi tradición mexicana favorita —la que une vida, amor y memoria de la manera más humana posible.


Maria


 
 
 

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